PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA



Pablo Martín
ez Zarracina nació en Bilbao en 1974.
Es columnista y crítico literario del diario El Correo.
Ha publicado dos libros de poemas –Señales de vida (Ayuntamiento de Teguise, 2002) y Los invitados (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2005) –, el dietario La fascinación de los extremos (AMG, 2000) y Resaca crónica (Pepitas de Calabaza, 2008), volumen que agrupa sus artículos sobre las fiestas de Bilbao. Ha sido incluido en las antologías La casa del poeta (La Bolsa de Pipas, 2007) y Poesía viva, poetas vascos en castellano (Muelle de Uribitarte, 2009).


ALGUNOS ENLACES

Una reseña en El País
Los invitados en PUZ
Un reportaje de Txani Rodríguez sobre Los invitados
Con Aitor Francos, Itziar Mínguez y Kirmen Uribe en Territorios

Premios literarios
Premio Jaime Gil de Biedma y Alba
Premio de microrrelatos Leyendas Urbanas
Premio Ciudad de Badajoz de periodismo



POEMAS


De Señales de vida


LAS NUBES QUE PASAN

Deja pasar las nubes sobre el tapiz azul
que estalla en tu ventana. Déjalas caminar
con su altivez serena y observa su costumbre,
su trazo inaprensible, su calma monstruosa.

Quizá sean el humo de un fuego legendario.

Tal vez sean el mapa del reino del sosiego.

Quién sabe si los huesos de un dios que se deshizo
en los abismos negros, metálicos, del tiempo.

Deja pasar las nubes.
Vive sin hacer nada.



PARTE METEOROLÓGICO

Anuncian en la radio que esta noche
van a arrojarse las temperaturas
a los sótanos rojos del termómetro.
Un frente ártico —con ese nombre
de banda de chiflados neonazis,
supremacistas gélidos, fascistas
del aguanieve y la congelación—
se acerca lentamente a esta ciudad
dispuesto a uniformarnos con bufandas,
guantes, gorros, abrigos, y, si puede,
a llevarse de paso por delante
a cuatro o cinco de esos vagabundos
que duermen en el Parque de los Patos.

La nostalgia no abriga, vida mía.
Tu ausencia es un añico de intemperie.



PLEGARIA

Que aguante el humor
intacto
en este tour
de la nada al olvido
o viceversa.



De Los invitados


BIENVENIDOS

Ese primer segundo
en el que el mundo es todavía
un paisaje hecho de humo
que adquiere lentamente nitidez.

Ese instante terrible
en el que no conocemos nuestro nombre,
ni el lugar donde estamos,
ni qué es lo que se espera de nosotros.

Ese momento trágico en el que abandonamos
la región turbulenta de los sueños
y entramos lentamente
en un lugar extraño llamado realidad,
confusos y asustados, sin advertir apenas
que, oculto entre las sombras que se esfuman,
hay un coro festivo de arlequines
que fingen compunción y nos señalan.



LOS INVITADOS

Dame la mano. Ven. Abandonemos
esta fiesta insistente
en la que hace tanto tiempo que estamos atrapados
sin saber ya muy bien qué se celebra.

Busquemos el refugio de un rincón
velado por la sombra
o ganemos mejor la intimidad
de esos cuartos de arriba en los que los abrigos
aprovechan la ausencia de sus dueños
para fingir que han sido asesinados
sobre una cama ajena y misteriosa.

Nadie se dará cuenta. Sígueme.

Entremos con cuidado en esa habitación
y cerremos la puerta,
acallando las risas y los suaves aplausos
que animan al pianista a interpretar
una canción radiante, de otro tiempo.

Y ahora que estamos solos, ven aquí.
Déjame que te diga: “Estás preciosa”
y vamos a abrazarnos un instante,
en medio del silencio,
sintiendo en lo más hondo, muy profundo,
la alegría furiosa de estar vivos.



HIMNO

Un pequeño jardín
con caminos de arena
y setos que hace tiempo nadie cuida.
El murmullo del agua en el estanque,
la cortés compañía de los pájaros
y la frágil dulzura con que el sol
acaricia las páginas de un libro.



PLAYA DE VIAREGGIO

Es todo tan extraño, amigo mío.

El fuego crepitando en esta playa.

El sol que arroja fuego sobre el mundo.

Tu rostro devorado por los peces.

El murmullo del mar, su voz de espuma.

El aroma del vino y del incienso.

Tu mortaja tejida con sargazos.

Ya no aullaremos juntos como lobos.

Es todo tan extraño, Shiloh, amigo.

Ya no aullaremos más como dos lobos.



LAST ORDERS

Parece que por fin van a cerrar.
Ya no suena la música
y algunos camareros van poniendo las sillas
encima de las mesas que hace un rato
aparecían llenas, rebosantes
de vasos y de manos encendidas.

La luz de la mañana
desliza su fulgor bajo la puerta.

Hace no demasiado
había en este instante
una mezcla de gloria y de cansancio:
el final melancólico de la noche festiva.

Pero todo ha cambiado.

Me basta con mirar en vuestros ojos
para reconocer las grietas minuciosas
con las que Mr. Tiempo
—ese maestro irónico—
obsequia a sus alumnos displicentes.

Todos hemos cambiado.

Somos, en cierto modo,
una extraña versión de lo que fuimos:
lo que ha quedado tras el temporal
de aquel bosquejo fatuo y arrogante
que encarnamos un día entre botellas
y luces ensuciadas de neón.

Ahora todo es distinto:
somos un blanco fácil.

Hay alguien que ha pintado en nuestra espalda
una diana con forma de indecisa
espiral de ceniza fluorescente.
(Y el temor y la culpa y la vergüenza
están en un rincón hablando de nosotros
mientras abren y cierran
el estuche siniestro de los dardos…)

Debemos seguir solos.

Ojalá que no aprenda el infortunio
el modo en que se dicen nuestros nombres.
Ojalá la nostalgia nos sea tolerable
y no sepamos nunca del dolor
de causarle dolor a quien amamos.

Y ahora larguémonos de aquí.

Ya se apagan las luces y alguien sube
la herrumbrosa persiana de la puerta.

En la calle amanece un día frío
y la radio lejana de algún coche
murmura una canción antigua y triste
que parece tratar de recordarnos
que ninguno de nosotros
sigue siendo invencible por más tiempo.



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